### UNA BREVE HISTORIA DE LA REDISTRIBUCIÓN[^1]
##### §.1
Muchos de nuestros congéneres afirman que este mundo está plagado de opresiones y que por esa razón resulta, en cierta manera, invivible. Aunque intolerable, es el giro más popular. Entre ellos, los grupos más decididos afirman que experimentan esas opresiones, al tiempo que hacen saber de muchas y múltiples maneras sus sentimientos en tanto oprimidos. Aunque el desenlace es incierto, el método que impulsa el cambio asoma con nitidez: frente a las múltiples opresiones, la única alternativa es la emancipación. Solamente así, razonan, la libertad (en mayúsculas) se impondrá como consagración a la lucha emancipadora.
Este asunto dista mucho de ser nuevo, y su irrupción tiene larga data. Sin embargo, solo hace pocas décadas que se puede constatar que la lucha abierta contra la opresión ha llegado al gobierno, a los gobiernos democráticos, para ser más exactos. Estos, a través de una miríada de políticas de igualdad, son los encargados de abanderar las luchas emancipadoras. El Minotauro (para usar la genial metáfora con la que Bertrand de Jouvenel se refiere al Estado), junto a sus gerentes, ya sea por convicción, cálculo o burdas imposturas se involucra, por ahora, feliz en los actos de liberación y participa despreocupado recogiendo los beneficios que esta carrera por la emancipación depara o promete.
Para la ejecución de estas luchas emancipatorias, los gobiernos han establecido (y continúan haciéndolo de forma febril) una especie de sensores de opresión que monitorean a personas, objetos y relaciones, sometiéndolas a métricas, dispositivos y sofisticados artefactos a partir de los cuales se intenta eliminar la opresión o, al menos, provocar efectos reparadores frente a su denuncia. Todo cuestionamiento a esta postura queda cancelado, silenciado o arrinconado en la conversación pública, suponiendo generosamente que algo quede de ella. Así, las políticas de igualdad se entremezclan entre acciones y sucesos, produciendo el actual mundo de la vida.
Estas políticas cubren un abanico variado cada vez más extenso de nuestra existencia vital. Su voracidad no parece tener límite. Incluyen, por supuesto, ingresos y activos, pero también accesos a bienes socialmente valiosos. Abarcan cuestiones de identidad, también se inmiscuyen en la esfera de la opinión y juicio, cuando no lo hacen directamente en lo que las personas deben (o no) sentir. Estas políticas van desde el ya clásico asunto de la discriminación positiva hasta los nuevos desafíos de reconocimiento móvil. Este último se puede exponer a través de un lema: — “Contémplame como soy, aunque todavía no lo sea ante tus ojos. Si no lo haces, el Estado te obligará a verme cómo quiero ser visto”. Estas políticas de quitar para dar, o más precisamente de dar-quitando, suelen ir de la mano, en más de una ocasión, con la construcción de cupos que marcan lo que las distintas personas y grupos pueden o no pueden obtener, ya sea tanto en la dimensión de activos tangibles como de los intangibles.
La expansión de las políticas de igualdad no reconoce empalizada. La métrica calibradora del Minotauro alcanza la relación entre sexos y géneros, pero no se amilana al querer detectar opresiones en el romance, tanto en público como en privado. Penetra la fábrica, el comercio y la escuela, sin pasar por alto la crianza de los niños, soslayando si estos tienen padres. Las políticas de igualdad no solo regulan la contratación de personal, también llegan, incluso, a considerar ilegal a las empresas jurídicas que no se constituyan respetando las normativas de cupos (así se constata recientemente en Argentina). Los cupos, en cuanto alivio temporal a la opresión, llegaron a la bibliografía en los cursos universitarios, a las muestras artísticas en los museos, a la cinematografía, las artes, al humor, y la lista siempre está abierta a la lucha emancipadora.
La sensibilidad por la opresión no se contenta con el presente. También gusta de la arqueología; a veces, incluso, se entusiasma con la genealogía. Las políticas de igualdad buscan rastrear históricamente los intercambios y están atentas a encontrar rasgos o indicios de no voluntariedad en intercambios pasados (asunto caricaturizado con ironía por Nozick, advertido antes por Hayek, siendo el primero en exponerlo el propio Hume). Siempre hay disponible una historia por enmendar o reparar; una opresión que tiene causas históricas que clama por indemnización. Estas “reparaciones históricas” suceden, aunque los beneficiarios de hoy no sean los perjudicados de ayer, tanto como que los reparadores de hoy no son los privilegiados de ayer. Por consecuencia, los grupos adquieren preeminencia ontológica por sobre las personas y la opresión construye mandatos de reparación inter temporales. Por esta razón, el presente y también el pasado tienen que pasar por un tamiz de igualación; es decir, por una métrica de calibración.
El presente y el pasado son auscultados en clave opresiva, para que el futuro, calibración mediante, pueda proyectarse como emancipatorio. Esto no solo cubre a los personajes históricos, sino a cualquier simple _auctor,_ es decir, a todo iniciador de algo_._ En la mayoría de los casos, son las historias mismas las que quedan sujetas a la maquinaria calibradora, por lo que deben contarse de otra forma para aliviar al mundo de la opresión que lo subyuga. Y una mención especial requiere el gobierno del lenguaje. El Minotauro, no conforme con intentar regular el lenguaje, quiere convertirse en la autoridad decisoria sobre la lengua y, para ello, se esfuerza en revisar meticulosamente las palabras, puesto que se las supone, en muchas ocasiones, como entornos hostiles a la tarea emancipatoria.
La atención de una opresión requiere pre-atención y retención; sin embargo, su alivio desata, políticas de igualdad mediante, un manojo de otras nuevas. Calibrar implica siempre, bajo este escenario, recalibración, es decir, las políticas de igualdad necesitan de una igualación perpetua. En este escenario, toda igualación es provisoria. Aunque la lucha por la opresión tiene como guía la emancipación definitiva, las opresiones, que siempre son múltiples, solo obtienen un alivio transitorio que está a la búsqueda de otro nuevo mientras aparece el definitivo.
Lo que actualmente vivenciamos es una situación evolutiva del clásico período caracterizado o conocido como “justicia social”. Si con la justicia social nació la versión moderna del _distribuendum_ (lo que hay que distribuir), ahora, en cambio, lo que se observa es que aquel está vacío y requiere completarse. El _distribuendum_ ya no es algo que se observa, es un potente reflector que señala de manera caótica flujos distributivos, es decir, redistribución.
En las últimas décadas del siglo pasado, las políticas de igualdad no solo incrementaron sus grados de cobertura, sino también comenzaron a solaparse. La persistencia de las políticas de igualdad, aunada a la existencia de sus diferentes capas, volvió inútil y, en cierto modo, irrelevante, la temprana distinción entre distribución de activos tangibles con los intangibles. La separación entre distribución y políticas de identidad resultó un hallazgo pírrico, conceptualmente impotente, en cierto modo contraproducente para la comprensión contemporánea de nuestras sociedades relativamente abiertas y plurales. Separar los desafíos acerca de cómo distribuir la riqueza del asunto de las políticas de identidad es, cuando menos, un diagnóstico equivocado. No hay algo así como, por un lado, desafíos distributivos exclusivos que deben afrontar los liberales frente a, por otro lado, críticas identitarias al liberalismo. Ambas resultan caras de una misma moneda: la redistribución. Asunto que, vale la pena puntualizar, se desarrolla en el seno de la democracia liberal.
Al igual que una enredadera, las políticas de igualdad crecen sin parar y empujan su entorno hacia lo desconocido. La redistribución ya es un modo de vida o el modo de vida que hemos construido, uno que implica la unificación de poderes. Esto ha resultado posible, entre otras cosas, porque los emancipadores abrazaron con júbilo al Minotauro calibrador tanto por ser ariete de la unificación de poderes como artífice de la redistribución (perpetua). Describir cómo se ha producido la unificación de poderes y la redistribución es narrar los embates contra la libertad; peor aún, contra las libertades. En lo que resta del ensayo avanzo por ese lúgubre paraje.
##### §.2
El siglo XX fue el siglo de la distribución, pero también fue el momento en que hemos perdido, como humanidad, lo que quedaba de nuestra inocencia. Descubrimos, a fuerza de toparnos una y otra vez con la realidad, que la distribución es siempre redistribución. Perder la inocencia significó que los gobiernos democráticos le perdieron el miedo a la distribución; en otras palabras, nuestras sociedades abrazaron eufóricamente la construcción de una maquinaría redistributiva persistente, voraz y atemporal. En esta carrera distributiva por abarcarlo todo, destaco tres senderos, aunque todos llegan, con mayor o menor énfasis, al mismo punto de reunión: el Minotauro calibrador o, lo que es lo mismo, a la maquinaria redistributiva contemporánea. A continuación expongo los senderos.
Durante mucho tiempo los reformadores profesionales pensaron, algunos todavía lo hacen, que el _distribuendum_ podría ser uno del tipo unidimensional. Esta simple y atractiva idea de una justicia distributiva unidimensional hizo que los gobiernos, durante el último siglo y medio, convirtieran a la sociedad, al distribuir dinero, en un gran laboratorio. Este primer sendero tiene mucha relevancia, puesto que las transferencias monetarias, junto a las ideas que la alimentan, tienen una larga historia y siempre relacionada con los ingresos, antes que con las rentas, como se verá a continuación. No es este el lugar adecuado para hacer genealogía; sí, en cambio, resulta necesario precisar dos asuntos que atraviesan todos los experimentos.
Los reformadores profesionales planifican que las transferencias monetarias (o, si se prefiere, la distribución de dinero a secas) socorran, por un lado, a los que tienen una insuficiente tenencia de dinero (_i.e._ aliviar la privación siempre relativa), por otro, en cambio, quieren subvenir a aquellas personas que se ven impedidas en su acceso (p. ej. por falta de empleabilidad). Los defensores de la distribución de dinero pretenden eliminar (o morigerar) aquello que se considera inmoral en el capitalismo, _i.e._ buscan cambiar de cuajo la desigualdad de ingresos y de accesos a los activos. Así, los reformadores profesionales ven las transferencias monetarias, o bien como un alivio por aquello que está injustamente distribuido, o bien como una indemnización por su falta de acceso o tenencia.
No obstante, tanto el alivio como la indemnización requieren precisar a qué personas se les quita y a quiénes se les da. Este asunto práctico ha desvelado a todos los reformadores profesionales en la puesta en marcha de los experimentos y también marcó la trayectoria de los fracasos. El problema no radica en errar a la hora de entregar dinero a quien no lo necesita, sino en buscarlo en los lugares equivocados. Dicho de otra forma, los reformadores pueden darse el lujo de fallar en la distribución, pero requieren ser precisos y quirúrgicos a la hora de la quita. La preeminencia del grupo por sobre las personas amortigua la falibilidad, pero los errores en la identificación de quién debe aportar el dinero dan como resultado verdaderas tragedias sociales. Puesto que distribuir dinero solo es posible si le quitan a quien lo produce mientras se lo quitan. Y aunque las transferencias monetarias siempre son ingresos, por definición algo variable, la redistribución requiere que la fuente que produce dinero no se detenga. Para los reformadores, las falencias en la distribución (dispendios) son vividas como actos de graciosa magnificencia, mientras que los errores en la quita son experimentados como resistencia al cambio. Los primeros se muestran con alegría, los segundos se esconden bajo el manto de la disidencia o se exponen como conspiraciones.
Los dispendios se acumulan por capas, volviendo cada día más difícil saber o conocer quiénes, entre el grueso de los contribuyentes, son los pagadores fiscales netos. La maraña impositiva, los carnavales de subsidios, compensaciones cruzadas, consumo de bienes públicos, etc., no solo dificultan la evaluación neta de bienestar en cada ciudadano, sino también hace que los éxitos relativos no puedan ocultar los trasnochados fracasos. Estos se manifiestan en muchas direcciones y dimensiones. El paternalismo rampante ha comenzado a resultar agobiante, pero el ostentoso poder indiviso que tiene el Minotauro para evaluar las tasas de descuento inter temporal de los ciudadanos resulta inmoral. Por si fuera poco, a este panorama se suma la existencia de los recientes techos de tolerancia para decisiones indeseables, entre muchos otros que intentan ser solucionados por la teoría del empujón, pero que hasta la fecha no encuentran acomodo a los ojos de un Minotauro que no ceja en su intento o vocación por construir una sociedad de los cuidados.
Sin embargo, el mayor fracaso de la estrategia de distribuir dinero consiste en la creciente demanda por distribuir otros bienes, tangibles o no. Esta es una puerta que, al asomarse, les propina a todos los partidarios de la distribución, una ventisca helada que recorre su espinazo anticapitalista de manera intensa e inoportuna. Por esa razón, todos los proyectos ambiciosos para distribuir dinero (p. ej. los ingresos básicos universales) resultan, para los propios reformadores profesionales, tan disruptivos como insuficientes. Los ciudadanos quieren más distribución, los reformadores profesionales están ahí para hacerlo, mientras el Minotauro, al alimentarse, se vuelve famélico. Requiere depredar para calmar sus ansias por más recursos.
El segundo camino que quiero exponer consiste en advertir que las sociedades abiertas y plurales han experimentado un creciente y virulento rechazo a una justicia distributiva unidimensional. Aunque esta postura lleve a una especie de paternalismo selectivo o “buen paternalismo”, no parece haberle importunado ni a gobernantes ni a ciudadanos. Este asunto puede exponerse así: aunque la distribución de dinero respete la autonomía y la dignidad moral para elegir, resulta insuficiente desde la perspectiva de quien recibe. El rechazo a la justicia distributiva unidimensional no descansa en su falta de eficacia, sino en la insuficiencia. Y esta asume un doble rol práctico: el dinero no puede (y no debe) comprar muchos de los bienes socialmente valiosos. Esto quiere decir que si los reformadores profesionales van a proponer un esquema de justicia alternativo a la inmoralidad capitalista hace falta que tomen en cuenta seriamente que se requiere distribuir algo más que “dinero”. Su expresión esotérica sería algo así: los intercambios bloqueados (_i.e._ lo que el dinero no puede y además no debe comprar) dejaron lentamente de ser mecanismos y criterios autorregulados propios de las diferentes esferas de la vida social y adquirieron un estatus universal; en otras palabras, lo que las personas resolvían a través de la vivencia y experiencia personal se fue conformando como un debate abierto en la gran arena política y, además, con pretensiones universales. La cuestión distributiva del siglo XX no estuvo centrada en la discusión acerca del estatus moral de la equidad ni en el irrestricto respeto a la dignidad, sino en su realización. Ello implica que el asunto medular que recorrió la justicia distributiva en el siglo pasado no descansa en sí debe haber un _distribuendum_, sino en cómo se compone esa cesta —si se me permite la expresión. Lo que claramente ha mostrado el siglo XX es que la ciudadanía y los gobiernos se han comprometido moralmente en que tiene que haber, además del dinero, otros bienes sujetos a una constante redistribución. Pero, ¿qué bienes y cómo establecer sus límites?. He ahí un _core_ antiliberal de fuste.
En términos lógicos, el _distribuendum_ puede conformarse por bienes y cargas. Siguiendo con la tradición dejaré, para otro momento, las cargas y me enfocaré en los bienes o activos. Estos pueden ser de tres tipos: a) activos tangibles transferibles, b) activos intangibles transferibles y c) activos intangibles intransferibles. Las transferencias monetarias siempre han resultado atractivas, pero simplistas en este hipotético escenario. El dinero, el máximo representante del grupo b, desde un inicio ha permitido simplificar el debate de cómo y bajo qué circunstancias distribuir la tierra, el pan, las casas, etc. (todos bienes del grupo a). También ha sabido surfear con relativo encanto los problemas derivados de la distribución de aquellos bienes intangibles e intransferibles, como la formación profesional, por ejemplo. En esta vena, la invención del criterio distributivo de la igualdad de oportunidades ha justificado esta masiva aventura distributiva que recorrió todo el siglo XX. Aunque resulta necesario resaltar que es la idea de mérito que habilitó el criterio distributivo de la igualdad de oportunidades y, a la inversa, sería un dispendio electoralmente redituable con efectos sociales muy negativos. No obstante ello, aunque la distribución de dinero se empecina en exorcizar la distribución de bienes, estos retornan al seno de la sociedad. El reciente fracaso del Gobierno canadiense en el asunto de la indemnización monetaria a los siksika muestra el límite y fracaso de esta estrategia.
Más allá de que el “dinero” resulta un buen sustituto para la distribución de activos tangibles transferibles, las democracias se han empecinado en establecer criterios distributivos específicos para este tipo de bienes. Entonces, la distribución de bienes (tangibles transferibles) regresa una y otra vez al seno de las discusiones morales. Esta especie de eterno retorno obedece, aunque resulten difíciles de separar y establecer su relación, a dos variables: a los rituales (políticos) distributivos y a mecanismos anticipatorios para que los yoes presentes no terminen condenando a los yoes futuros por sus (malas) decisiones (_i.e._ evitar la dominancia de las preferencias por el corto plazo y suavizar los problemas derivados de las asimetrías informativas). Dicho de otra forma: aunque la distribución de bienes tangibles transferibles potencie cierto tipo de paternalismo, este resulta, a juicio de las preferencias ciudadanas, necesario para promover la cohesión de la sociedad (los rituales distributivos), al tiempo que imprescindible para anclar las preferencias de los yoes inter temporales en una especie de canasta universal, más visible y menos abstracta que el simple dinero. Esto es solo una parte del problema; lo verdaderamente desafiante para el distributivismo del siglo pasado han sido los activos intangibles intransferibles.
La autoestima, la igual consideración y de trato, el respeto, el reconocimiento, entre otros, constituyen activos intangibles intransferibles. No solo no se pueden comprar (con dinero), tampoco se pueden quitar a unos y dar a otros. No se pueden arrancar, tampoco imponer. ¿Se pueden lograr u obtener a punta de estrictas regulaciones? Más allá de estas preguntas, las demandas distributivas del tipo “soy, aunque no sea a tus ojos” hicieron ensanchar la inocente visión distributiva que tenían las democracias liberales a mediados del siglo XX. La aventura distributiva recién comenzaba, puesto que el mayor desafío no era el carácter intangible, sino la característica de intransferibilidad. Lo que no se puede transferir, tampoco se puede repartir. Se inaugura, así, un _momentum_ distributivo en dos escenarios paralelos: por un lado, llegar a lo intransferible mediante lo transferible (sucesión imperfecta de compensaciones), por otro lado, mediante la exigencia o ejecutabilidad inmediata de lo intangible intransferible mismo, es decir, mediante la capacidad de nombrarlo o nominarlo (es decir, una justicia distributiva sobre el lenguaje de los derechos). Los escenarios no son antagónicos, son salas alternas.
Así, en las últimas décadas del siglo pasado los distributivistas se parecieron a un pelotón que avanza a campo traviesa y en su afán por conquistar la colina inmoral del liberalismo y del libre mercado, dinamitaron todos los puentes que cruzaron, obligándose, por tanto, a no retroceder. Cualquier intento por delimitar el _distribuendum_ siempre resultó insatisfactorio o limitado. El paso de la _equidad moral_ (como principio) a la centralidad puesta en las políticas de igualdad (como criterio de medición y ejecución) significó un punto de no retorno. Ahora sí, el batallón solo puede avanzar. Dado que siempre se puede establecer una nueva relación antropológica entre bienes tangibles transferibles y justicia, ello obliga a que el _distribuendum_ resulte indefinido; asunto que se acompasa con la emergencia de un nuevo lenguaje de derechos, dando por resultado una nueva apertura y expansión de posibilidad para descubrir nuevas esferas de distribución que estaban ocultas. Por lo tanto, las políticas de igualdad ofrecen un nuevo panorama para los distributivistas: ya no solo se trata de igualdad entre quiénes, sino el asunto de la igualdad de qué. Asunto que se desliza, tanto en la tradición como en la práctica, a la vinculación entre emancipación y justicia. Algo que quizá conviene mantener separado, justamente para que el mundo no sea un lugar absolutamente injusto y miserable.
El tercer sendero recorre la _equidad_ y la _dignidad_ moral, hundiendo sus raíces en la vieja tradición de la desigualdad. Expresiones como las personas son desiguales de formas desiguales (Amartya Sen) no solo se remontan al asunto de que las personas desiguales deben ser tratadas desigualmente (la lectura que hace Marx de los clásicos griegos) sino que también dejan de ser metáforas, pretenden ser guías prácticas para enfrentar la desigualdad. En esta tradición, la pregunta por la _igualdad de qué_ resulta improcedente, cuando no ciertamente inmoral. Pero lo que realmente importa no es la relación que se puede establecer en los bienes/activos y la justicia, sino que lo que se pone en el centro de la escena es la persona y la justicia. Los bienes, independientemente de cómo están asignados, son los que deben estar al servicio de las diferentes formas en que las personas son desiguales. Este escenario, si se lo lleva al extremo, supone que muchas personas deban ponerse al servicio de otras para aminorar la desigualdad o la opresión. Ello significa que la dimensión sacrificial ha sufrido un retroceso: ya no son los individuos que eligen sacrificarse voluntariamente por otros, son otros que deben sacrificarse por algunos individuos o grupos.
En este marco, poco importa la igualdad de qué; lo relevante consiste en cómo enfrentar la desigualdad, que siempre resulta empecinadamente observable, arbitraria en su existencia, intempestiva en su presentación y dolorosa en su vivencia. La desigualdad no solo resulta el reverso de las políticas de igualdad, requiere políticas que se presentan en el gran teatro distributivo como “políticas” mejoradas y superiores, puesto que pueden y deben ser diferenciales. Se las supone como más allá del dominio de lo uniforme, se ubican en el imperio de lo diferente, de lo personal, es decir, de lo único e irrepetible. Las políticas sobre lo desigual son otra cara de las políticas de igualdad, su rostro más atractivo, también audaz.
Sin embargo, hay que aclarar que enfrentar moralmente a la desigualdad implica abrazar con determinación la búsqueda por la máxima apertura del vector informativo sobre lo moral. Solo mediante una revolución informacional resulta posible asir la cuestión de qué aspectos desiguales hacen a los desiguales entes _desiguales_ (esto es lo que hace el trabajo pionero de Amartya Sen). Cruzado este río y dinamitado el puente, no hay lugar donde regresar frente a la fatiga distribucionista. No queda más que multiplicar las políticas de desigualdad para acercarse a la, siempre escurridiza igualdad. Y aunque los distributivistas siempre pueden echar mano de algún criterio de igualdad para mostrar o representar cómo esta estrategia distributiva conduce a la realización del principio moral de la _equidad,_ saben que todo intento por determinar y delimitar el _distribuendum_ resulta o en páramo o en pantano. Por desolación o atasco, la sociedad política ya no puede, en este escenario, establecer una canasta de lo que hay que distribuir. La distribución es una redistribución eterna, siempre ampliada, siempre insuficiente. Todo intento por delimitar el _distribuendum_ está condenado al fracaso. La revolución en el vector informativo de los asuntos morales expande el _distribuendum_ a niveles nunca antes conocidos. Ahora, el paternalismo deja de importar, puesto que al volverse imposible precisar el contenido del _distribuendum_ (sus límites), el paternalismo se vuelve un asunto borroso, es decir, difícil de asir y precisar. El paternalismo ya no es paternalismo, es protección, más precisamente cuidado.
En resumen, la maquinaria distributiva contemporánea tiene una vocación totalizante. Ambiciona, así, redistribuir constantemente tanto los activos transferibles como aquellos intransferibles. Por otra parte, el Minotauro calibrador abraza tanto al paternalismo como reivindica la autonomía. Ya que la maquinaria redistributiva está atravesada tanto por las políticas de igualdad como por las de desigualdad, el paternalismo resulta una mancha que todo lo cubre, ocultándose, así, detrás de la idea de cuidado o protección. Por último, se puede observar que la maquinaría distributiva, desde fines del siglo pasado, ha impactado en uno de los aspectos centrales del debate distributivista: el protocolo de justificación. Desde el momento que nuestras sociedades asumen que los asuntos distributivos constituyen un asunto político y no metafísico (Rawls), tanto desde la perspectiva constructivista como epistémica, la autonomía de la sociedad política (como opuesto a la heteronomía) cuenta con único dispositivo o artefacto para justificar y legitimar las demandas distributivas: los protocolos. Estos, en términos de gran trazado arquitectónico de las democracias liberales, estuvieron anclados en la amalgama que se fue dando entre derechos humanos y procedimientos democráticos. En este contexto, la argumentación resulta indispensable para presentar la legitimidad de las demandas autoconfiguradas y la justificación de los actos autoritativos que sustentan las políticas distributivas. Lo que implica que la libre circulación de ideas va de la mano de un régimen —si se me permite la expresión— plural y abierto para el lenguaje. Sin embargo, desde la aparición en la escena distributiva de los activos intangibles intransferibles, junto al concomitante desliz de la necesidad, la opresión y la emancipación desde el campo estrictamente político a la discusión de lo justo, ese régimen de lenguaje abierto y plural comenzó a trasmutar. En efecto, el régimen de lenguaje dejó de ser abierto y plural (_i.e._ un artefacto para procesar la legitimidad de las demandas distributivas) y pasó a constituir un objeto central del _distribuendum_; en su límite, es la herramienta utilizada por los distributivistas para vaciar de contenido al _distribuendum_.
##### §.3
El gobierno del Minotauro calibrador, junto a los funcionarios que temporalmente lo habitan, se conduce como técnico especializado en un laboratorio de física, es decir, se dedica a manipular instrumentos de precisión con la finalidad de ajustarlos a cierto patrón de referencia. En este escenario, el instrumental es sustituido por políticas y los patrones de referencia por múltiples ideales normativos. Pero como su acción está destinada a calibrar algo vivo y en movimiento, no causa asombro que la maquinaria redistributiva contemporánea asuma la tarea de recalibración constante.
A simple vista, este escenario se asemeja a las típicas situaciones distributivas advertidas con maestría por Nozick y vueltas a representar, años más tarde y con diferentes intenciones, por Dworkin (en su _What is Equality?_). Sin embargo, la máquina redistributiva resulta, mirando con más detenimiento, algo totalmente diferente al clásico problema de distribuir idealmente el _distribuendum_ en _t0_ y tener que volver a repartir en _t1_ a causa de que las personas han decidido alterar el “modelo ideal” realizando intercambios voluntarios. En tal sentido, hay que advertir que la maquinaria redistributiva contemporánea no encaja en la inteligente y didáctica metáfora del “día 2” (popularizada por James Otteson, quien por intención o azar termina lanzando un guiño irónico a _On the Day After the Revolution_ de Kaustky). Y no se acopla, sencillamente, porque no hay “día 1”, tampoco _distribuendum;_ todo resulta un flujo de injusticias a calibrar o, lo que es lo mismo, un sinfín de redistribuciones. Para decirlo con simpleza, pero contundentemente: no hay un plan maestro de distribución, hay muchos.
Para el Minotauro calibrador, el meollo del asunto ya no radica en establecer qué hay que distribuir igualitariamente, sino en cómo tratar igualitariamente la desigualdad. Actualmente, además de los activos transferibles, los reflectores distributivos están puestos sobre los activos intransferibles. Por tanto, emerge una implacable y urgente pregunta: ¿cómo distribuir igualitariamente los activos intransferibles que poseen las diferentes y desiguales personas? Y, dado que estos no se pueden quitar a unos para dar a otros, se suma la siguiente inquietud: ¿cómo hacer para que la desigualdad no resulte en (más) opresión sino en emancipación? Para hacer frente a estas preguntas, tanto los distributivistas redomados como los profesionales del cambio proponen dos atajos: reparar y regular (en el extremo, prohibir). Se observa, entonces, que una nueva burocracia anfibia dispone cheques, regulaciones y prohibiciones para reinventar cada día cómo la realidad tiene que ajustarse al patrón de referencia cambiante. La burocracia anfibia, que haciendo un paralelismo con la propuesta de Meinecke, no solo tiene un pie en la ética y otro en el poder, también camina en la esfera privada con el mismo vigor que lo hace en la pública, mientras su campo de juego es tanto nacional como internacional.
El hecho de que, por definición, los activos intransferibles no se pueden repartir, puesto que no se pueden tomar de los que los poseen para dárselo a aquellos que carecen de él, no resulta, para los distributivistas, en impedimento alguno. Piensan, y también obran, que se puede llegar a ellos a través de aproximaciones sucesivas, y si esta estrategia distributiva resulta insuficiente, siempre queda la posibilidad de invisibilizarlo. Como lo relevante ya no consiste en cómo repartir igualitariamente, sino en cómo tratar igualitariamente la desigualdad, los atajos conducen, inevitablemente, a las múltiples formas de reparación que tienen que suceder entre los desiguales. La reparación puede enunciarse, según el caso o situación específica, de muchas maneras; sin embargo, siempre son imperfectas, asumen el rol de distribuciones sucedáneas o compensaciones selectivas. Y aunque algunos casos revistan la forma de “cuidados especiales”, no se rehúye del postulado que reza: la igualdad requiere desigualdad y diferencia. Las políticas de desigualdad, como ajuste de la realidad a un patrón de referencia, desatan, a su vez, una oleada de nuevas políticas de igualdad. Lo cual va a requerir nuevas políticas de desigualdad y, así, el círculo se expande.
Las reparaciones asumen diferentes formas o modalidades: indemnizaciones monetarias, accesos preferenciales a cargos y empleos, cuotas para el acceso a posiciones de estatus, discriminación positiva en el acceso a bienes socialmente valiosos, provisión de bienes públicos de manera individual-grupal. La lista de asuntos es tan larga como el reservorio imaginativo al que le puedan echar mano los profesionales de las reformas. Dado que estas políticas de desigualdad quiebran, necesariamente, la igualdad, adquieren, para algunos ciudadanos, un tufo a prerrogativas, para otros, en cambio, huelen a privilegios. En algunos casos, son definidas como privilegios positivos porque tienen la función de corregir históricamente las opresiones pasadas, en otros se los menciona como privilegios merecidos porque son correctivos presentes que abren surco a la emancipación. Por consecuencia, el Minotauro calibrador está signado a avanzar todo lo que más pueda a través de las reparaciones imperfectas y, cuando estas resultan insuficientes, está obligado a regular o directamente prohibir la realización de los acuerdos voluntarios. Esto último resulta categórico: si no se puede construir, hay que abrir paso, inexorablemente, a la deconstrucción. Así como la casa vuelve a la cantera, parafraseando la metáfora aristotélica, la deconstrucción supone que la lucha contra la opresión requiere destruir para asegurar la emancipación. El actual frenesí del Estado minotauro se inscribe en ese contexto de espera (que la casa vuelva a la cantera), _i.e._ que la redistribución es imperativa, pero al mismo tiempo un sucedáneo imperfecto de la destrucción de las estructuras de opresión. La redistribución es la espera mientras la opresión cede paso a la emancipación y, por esa razón, la redistribución es por definición voraz y caótica. La redistribución resulta, en la visión de los reformadores empedernidos, como un sofisticado mecanismo para implosionar los actuales mecanismos opresores.
##### §.4
La creciente importancia que nuestras sociedades le brindan a la distribución de activos intransferibles resulta un hecho incuestionable. No obstante, lejos de ser el efecto de anteriores distribuciones de activos transferibles, esta impetuosa riada da como resultado una de las causas para su actual incremento inusitado. La razón para que esto ocurra es simple: mientras más preocupación y ocupación mantenga la sociedad por la distribución de activos intransferibles, mayor será la presión ejercida para distribuir activos transferibles. Este proceso anida en el corazón del Estado minotauro, puesto que son los activos transferibles los que se utilizan para acercarse de manera imperfecta y por sucesiones continuas al verdadero meollo del asunto actual: lo que no se puede distribuir.
En la actualidad, son los reformadores redomados y los profesionales de la emancipación los que martillan continuamente que lo que, por definición, no se puede distribuir es lo que resulta indispensable e imperativo distribuir. Para lo cual diseñan políticas de desigualdad cuya base argumental, y en muchos casos motivacionales, recae en conceptos como “reparación”, “indemnización”, “restauración”, lo que no excluye, en varios contextos, la conjugación del verbo “cuidar”. Sin embargo, estas “razones” y “motivaciones” pueden agruparse bajo el concepto paraguas de compensación. En este sentido, se puede hablar de una maquinaria redistributiva compensatoria. La palabra compensación transmite la idea de que se trata de una acción tendiente, por un lado, a calibrar la buena suerte de algunas personas; por otro, ajusta correctivamente la mala suerte de otras. Ello implica que el Minotauro calibrador, mientras asiente impertérrito, también coacciona pretorianamente para que algunas personas compensen a otras y en diferentes dimensiones o esferas de la vida. La compensación, en suma, rectifica y repara por aproximaciones sucesivas y siempre de manera inestable y transitoria. El Estado calibrador rectifica mirando en retrospectiva, repara mirando a futuro. Pero siempre lo hace de forma indirecta, es decir, por aproximaciones sucesivas. La compensación es una maraña o red de distribuciones, la mayoría de las veces superpuestas. Resulta inevitable, está en su naturaleza.
La compensación es una palabra cómoda y transparente, más allá de que tiene su historia y recodos. No haré genealogía aquí, pero le prestaré atención a uno de esos recodos. El motivo para hacerlo recae en la necesidad de mostrar por qué razón la compensación en manos del Minotauro ha devenido en el símbolo de la unificación de poderes y redistribución.
Platón (en su _Protágoras_), luego Herder, enfatizaron que si bien la carencia y desventaja constituían a los humanos, también abrían paso a las habilidades para contrarrestarlas. Aunque el mito de Epimeteo recorre la historia intelectual de Occidente, no fue hasta mediados del siglo pasado que el filósofo Odo Marquard incorporó, si se me permite la expresión, la compensación en una _filosofía de la finutud._ Lo que aquí interesa no es reconstruir cómo llega Marquard a la compensación —la persona lectora puede, acorde con su interés, disfrutar sus exquisitos escritos— sino resaltar lo que nos ha legado.
La compensación no es un desquite, tampoco reencuentro, menos aún un acto de reconciliación para con la incompletitud que constituye a los humanos. La compensación es, lo que no resulta menor, una reparación frente a diversos padecimientos, faltas y carencias. La compensación trabaja sobre una especie de mal del que las personas no son su causa, es decir, la compensación obra sobre una carencia que se les presenta a los humanos en tanto tales. El _animal de carencias_ (_pace_ al “animal triunfador” figura central en todas las filosofías de la historia) es aquel que está incompleto; sin embargo, se las ingenia para compensar, _bonum por malum_ anota reiteradamente Marquard.
La compensación opera o atraviesa a las personas en su singularidad, sin excluir la posibilidad de que ocurra, a partir de acuerdos voluntarios y la capacidad de asumir responsabilidades, también entre ellas. En contraposición a la situación en que estamos con el Estado minotauro, es importante señalar que siempre son las personas —aunque la mayoría de las veces tarde, como en _L´Esprit de l´escalier_— las que se las ingenian para lidiar o contrarrestar sus desventajas y carencias. Su campo de operación es múltiple, porque las desventajas también lo son. Desde lo físico hasta lo intelectual, desde lo material a lo intangible. Desde las carencias y limitaciones para sobrevivir hasta nuestras reservas cognitivas. Por ejemplo, un uso intensivo de los recursos cognitivos en un área de nuestra vida, significa, la mayoría de las veces, una pérdida de interés en otros. En efecto, puesto que los humanos son finitos, la compensación no solo se integra a esa finitud, sino también le marca su cadencia e intensidad.
El _animal de carencias_ puede ingeniárselas para contrarrestar sus desventajas en la medida que hayas muchas historias, es decir, que las carencias sean múltiples y diversas como sus compensaciones. Sin embargo, solo la división de poderes es lo que permite la multiplicidad de historias: la única forma de ser que conocen los humanos. Muchas historias, muchos poderes divididos, responsabilizándose y solicitando rendición de cuentas unos a otros. Solo así la compensación se integra a la finitud de la vida, siempre recostada sobre su lecho: la multiplicidad de poderes. Cuando el _animal de carencias_ está bajo muchos poderes, en competencia, obstaculizándose, superponiéndose, y muchas potencias actuando y tomando distancias entre sí, es ahí donde la compensación puede tener lugar. Solamente el efecto liberador de la división de poderes permite que la compensación se integre a nuestra autoconciencia de la finitud, generando situaciones de expansión a través de nuestros acuerdos voluntarios. La compensación siempre opera desde abajo, aunque no excluye el milagro de la agregación.
La compensación forma parte de la finitud de la vida y solo es posible bajo la división de poderes. Esa es la idea simple y potente que nos legó Marquad. Todo intento de reglamentar las compensaciones, bajo las múltiples historias que la hacen posible, no solo resulta inviable, sino un despropósito del “animal triunfador”. Planificar la compensación, largamente observable bajo el accionar del minotauro calibrador, avena el lecho donde aquella descansa. En suma, planificar la compensación trae consigo la unificación de poderes.
Cuando los humanos, al igual que Epimeteo en una loca carrera a campo traviesa, quieren dejar atrás al _animal de carencias_ aferrándose al “animal triunfador” requieren, además, empeñarse con una idea-promesa seductora, pero peligrosa: emanciparse de la compensación. Pero, emanciparse de la compensación requiere, de manera concomitante, emanciparse de los múltiples poderes. El punto es que emanciparse de la compensación pretendiendo planificarla, es también aspirar a emanciparse de la división de poderes mediante la creación de un poder total o indiviso. Planificar la compensación transforma la actividad ingeniosa de las personas en un desquite o en una exigencia de reconciliación, es decir, la compensación se vuelve calibración en los pasillos todopoderosos del Minotauro. Abrazar al Minotauro calibrador para planificar las compensaciones, no solo drena el lecho de la división de poderes, lo obtura con cemento.
Y, entonces, la encarnizada lucha que se produce entre grupos o personas por demostrar quiénes están en posesión de la más terrible de las desventajas resulta un lubricante necesario para hacer mover los engranajes de la maquinaria redistributiva por donde han de transitar las políticas de desigualdad. En este escenario, la desventaja ya no abre paso a la compensación, sino que es la llave para que todas las desventajas propias del _animal de carencias_ entren, apretujadas, al gran pasillo que conduce a la calibración o al laberinto de la planificación de las carencias, es decir, al poder indiviso del Minotauro.
El desafío de nuestra época no radica en la compensación, sino en la unificación de poderes que transformó la compensación en una calibración totalizante, en un poder indiviso. El Minotauro calibrador podrá, a través de la unificación de poderes, transmutar la compensación en planificación compensadora; pero, como dijo en alguna oportunidad Nietzche, los conceptos tienen su linaje, podemos hacer cualquier cosa con ellos, salvo extirpar su historia. Lidiar con nuestras carencias requiere de la división de poderes. Los poderes indivisos obturan nuestro ingenio. La prepotencia obtusa del animal triunfador nunca resulta gratis para nuestras libertades.
##### §.5
No se puede defender la libertad sin vitalidad, es decir, sin una cuota de optimismo. Y esta defensa no excluye, como bien ha insistido Roger Scruton, cierta dosis de pesimismo. Su uso apropiado recala, inevitablemente, en el escepticismo, sin olvidar, por supuesto, el compromiso que mantiene la defensa de la libertad con la responsabilidad y la finitud de la vida. Así lo ha expresado en múltiples ocasiones Odo Marquard y creo que está en lo correcto. Por esa razón, quizá, el liberalismo suele tener, como se ha dicho en varias ocasiones, un aspecto triste, aunque melancólico, sería, también, una etiqueta apropiada. Caracterizar brevemente esta tristeza resulta necesario para concluir.
Los liberales, a diferencia de los reformadores y planificadores irredentos, confían en lo gradual, en lo que surge de abajo, en los acuerdos voluntarios y responsables. Insisten en la carga de la prueba y son conscientes de que los seres humanos son dignos descendientes de Epimeteo, el que llega tarde. Llegar tarde no solo significa que somos criaturas finitas y, por tanto, falibles, sino también que tenemos una vida breve (_vita brevis_ insistía Marquard). Nadie vive lo suficiente para hacer del mundo algo _ex novo,_ siempre estamos conectados con los muertos y con aquellos por nacer, así lo sentenció Edmund Burke y, por ahora, nadie ha podido probar lo contrario. Por lo anterior, no es de extrañar que los liberales sean vistos, sobre todo desde la perspectiva de los revolucionarios profesionales, como personajes con pensamientos desangelados, encaramados en sentimientos mustios.
No hay sorpresa alguna en que el liberalismo aparezca, a los ojos de los reformadores, que todo lo que quieren redistribuir, no solo como carente de lozanía, sino como un pensamiento profundamente aburrido. El liberalismo, a diferencia de las filosofías de la historia, no porta el estandarte de lo absoluto, tampoco viaja cómodo por amplias avenidas pavimentadas; por el contrario, a duras penas improvisa, en las pocas tierras aún baldías, caminos de terracería. La defensa de la libertad resulta, para los revolucionarios empedernidos, aburrida porque defiende pacientemente múltiples y distribuidas libertades. El liberalismo es, en esta vena, aburrido porque se opone a todo _sacrificium liberalitatis_ (según la fórmula enunciada por Marquard). El liberalismo no es ni bellaco, tampoco prometeico, menos aún grandilocuente, no promete lo que seremos; promueve, en cambio, trabajar responsablemente en lo que queremos convertirnos. La libertad no se la toma ni se la conquista, se la construye voluntaria y recíprocamente a través del reconocimiento mutuo.
Con independencia de los juicios revolucionarios, los liberales han autopercibido, en varios recodos de la historia, a su pensamiento como triste. Para los liberales, la tristeza no recala ni en sus valores, tampoco en sus creencias y métodos. Por el contrario, la melancolía liberal abreva en otra fuente: el optimismo requerido para defender la libertad no puede rehuir del pesimismo. Este asunto evidentemente no solo tiene que ver con la carga de la prueba; cierta responsabilidad escéptica se impone inevitablemente frente a las propuestas de cambio; la defensa de la libertad no puede rehuir a defender la idea que el mundo no es ese lugar terrible y sombrío que los enemigos de la libertad siempre vociferan que es. La tristeza liberal consiste en aceptar que la defensa de la libertad requiere de una dosis de pesimismo para defender aquello que amamos y que por esa razón resulta necesario, al decir de Scruton, conservar. Enfrentar los radicales embates que nos conminan a abrazar una emancipación incierta ante cuyo altar debe sacrificarse no solo aquello que reconocemos que podría ser mejor, sino también aquello que valoramos, requiere coraje. La valentía de cuidar y conservar apropiadamente las libertades que tenemos es la mayor muestra de vitalidad. La tristeza liberal no radica en que haya personas que quieran destruir o abolir la sociedad burguesa, sino en la siempre insuficiente densidad civil burguesa. Esta tesis de Marquard es certera, también efectiva, puesto que centra el problema contemporáneo del liberalismo: promover la libertad siempre recae en un acto de defensa. Y este siempre está inmerso en un clima de melancolía: frente a los embates del cambio, la defensa de la libertad, irónica y paradójicamente, tiene que asumir la carga de la prueba. La tristeza recae en que para defender lo que funciona resulta necesario argumentar una y otra vez por qué funciona. Así, el pesimismo de la defensa, la tristeza liberal, da como resultado un gran acto de coraje, vitalidad y optimismo. El optimismo liberal siempre es triste, mientras que la melancolía que lo envuelve no puede hacer otra cosa que hundirse en vitalidad, es decir, en optimismo.
Actualmente, el Minotauro calibrador va de la mano de la estatización de la sociedad. Ambos están en su esplendor. La constante calibración hace que el Estado siempre esté sediento de tributos, pero no solo eso: se observa un hambre voraz sobre lo que Erving Goffman denominó _civil inattention._ Estas últimas décadas reflejan una estatización acelerada y pertinaz; sin embargo, muchos públicos ciudadanos presionan sobre la agenda pública y demandan, en consecuencia, mucho más. Dicho de otra forma: asistimos a un momento histórico donde cualquier asunto conduce al laberinto del Minotauro, que es lo mismo que afirmar que carecemos de una agenda de desestatización de la sociedad. El Estado se agiganta, los ciudadanos empequeñecemos. En este escenario surge con premura la pregunta: ¿cómo defender las libertades? Esa pregunta para el gran arco liberal tiene implícita otra cuestión: ¿qué asuntos dentro de la gran tradición liberal hay que defender? La presencia arrogante del Minotauro calibrador produce devastación en la práctica liberal, debido a que, mientras algunos liberales creen que no hay que reducir el Estado, sino mejorarlo, otros, en cambio, dudan sobre la posibilidad de relanzar la democracia liberal sin una drástica reducción del Minotauro calibrador.
No hay duda de que hoy la defensa de las libertades, usurpadas por el poder indiviso del Estado calibrador, marcan nuestra contingente melancolía. Así como ayer la tristeza liberal tuvo que enfrentarse a la “justicia social”, hoy los defensores de la libertad tienen que soportar los embates de la maquinaria redistributiva. Como siempre, el liberalismo tiene que promover la división y multiplicación de poderes y, para ello, tiene que volver a su vitalidad: promover la libertad frente al poder indiviso. La melancolía de nuestro tiempo radica en volver a mostrar por qué la libertad de expresión y pensamiento constituyen elementos básicos de la división de poderes. La tristeza de nuestro tiempo consiste en volver a defender la idea que no se puede tolerar, sino aquello que se desaprueba.
[^1]: Documento de discusión preparado especialmente para el seminario del proyecto: “Los clivajes del electorado mexicano en las elecciones presidenciales 2000-2018. Reformas económicas y transición a la democracia”. Dirigido por el Dr. Carlos Sánchez y Sánchez, financiado por DGAPA-UNAM, registro número IN302822.